viernes, 16 de abril de 2010
Estoy en una mesa, en un rincón donde sólo mis ojos murmuran frente a un espejo que vuelve profundo lo cercano. Me froto las manos como si las tuviera heladas.
Sé que no es el frío del local, sino la ausencia de proyectos.
(El mar, distante como un eco ondulado me dice: Alcánzame mi copa, ¿queres?)
Para sumirme en el olvido he abandonado los lentes en casa.
A veces, no es suficiente para despistar a los recuerdos. Por eso me echo un colirio que agranda mi pupila y entro en tabernas desconocidas donde todo es ajeno.
Se trata de una versión adaptada de aquello de vendarse los ojos y jugar a dar vueltas a la gallina ciega.
Es inútil, no obstante. Harto de las mareas previsibles, vuelvo la cabeza hacia el lado contrario: tintineo de estribos que el viento arranca a un galopar sobre las dunas de Ostende.
Las manos tapando los oídos, aún me llega -desde mi infancia remota- el olor de un candil de parafina. Y con el olor, esa expresión perpleja que me venía en los genes.
Las metamorfosis siempre son lentas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)